Siete son las
tentaciones de toda persona consagrada: las enumeró el Papa Francisco en un
breve pero emotivo encuentro con los religiosos y sacerdotes católicos de
Egipto, poco antes de partir de vuelta a Roma. Son estas:
1.
La tentación de dejarse arrastrar y no guiar.
El Buen Pastor tiene
el deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes
prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar
por la desilusión y el pesimismo: «Pero, ¿qué puedo hacer yo?».
Está siempre lleno de
iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso
cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su
corazón está roto. Saber ser padre cuando los hijos lo tratan con
gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15,11-32).
Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana: «Tu
Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18).
2.
La tentación de quejarse continuamente.
Es fácil culpar
siempre a los demás: por las carencias de los superiores, las condiciones
eclesiásticas o sociales, por las pocas posibilidades. Sin embargo, el
consagrado es aquel que con la unción del Espíritu transforma cada obstáculo
en una oportunidad, y no cada dificultad en una excusa.
Quien anda siempre
quejándose en realidad no quiere trabajar. Por eso el Señor, dirigiéndose
a los pastores, dice: «fortaleced las manos débiles, robusteced las
rodillas vacilantes» (Hb 12,12; cf. Is 35,3).
3.
La tentación de la murmuración y de la envidia.
Y esta es mala, ¿eh?
El peligro es grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los
pequeños a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y
hermanas, se deja dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los
demás con la murmuración. Cuando, en lugar de esforzarse en crecer, se
pone a destruir a los que están creciendo, y cuando en lugar de seguir los
buenos ejemplos, los juzga y les quita su valor.
La envidia es un
cáncer que destruye en poco tiempo cualquier organismo: «Un reino
dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede
subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, no lo olviden, «por envidia del diablo
entró la muerte en el mundo» (Sb 2,24). Y la murmuración es su instrumento
y su arma.
4.
La tentación de compararse con los demás.
La riqueza se
encuentra en la diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros.
Compararnos con los que están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el
resentimiento, compararnos con los que están peor, nos lleva, a menudo, a
caer en la soberbia y en la pereza.
Quien tiende siempre
a compararse con los demás termina paralizado. Aprendamos de los santos
Pedro y Pablo a vivir la diversidad de caracteres, carismas y opiniones en
la escucha y docilidad al Espíritu Santo.
5.
La tentación del «faraonismo», es decir, de endurecer el corazón y
cerrarlo al Señor y a los demás.
Es la tentación de
sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener
la presunción de dejarse servir en lugar de servir. Es una tentación común que
aparece desde el comienzo entre los discípulos, los cuales —dice el
Evangelio— «por el camino habían discutido quién era el más importante»
(Mc 9,34).
El antídoto a este
veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el
servidor de todos» (Mc 9,35).
6.
La tentación del individualismo.
Como dice el conocido
dicho egipcio: «Yo, y después de mí, el diluvio». Es la tentación de
los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los
demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza,
más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la comunidad de los
fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un miembro está
vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12,12-27; Lumen gentium, 7).
El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto.
7.
La tentación del caminar sin rumbo y sin meta.
El consagrado pierde
su identidad y acaba por no ser «ni carne ni pescado». Vive con el corazón
dividido entre Dios y la mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2,4).
En realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad,
camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra
identidad como hijos de la Iglesia es la de ser coptos —es decir,
arraigados en vuestras nobles y antiguas raíces— y ser católicos —es
decir, parte de la Iglesia una y universal—: como un árbol que cuanto
más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo.
Queridos consagrados,
hacer frente a estas tentaciones no es fácil, pero es posible si
estamos injertados en Jesús: «Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el
sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15,4). Cuanto más
enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos seremos. Así el consagrado
conservará la maravilla, la pasión del primer encuentro, la atracción y la
gratitud en su vida con Dios y en su misión.
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